La enorme estructura de la especie humana, esa
gran mole formada por siete mil millones de individuos repartidos por el globo, al igual que su masa cárnea formada por músculos, huesos y
órganos cubiertos de una inmensa piel multicolor, se puede entender si así lo quisiésemos, como un sola unidad. Tal como miles de millones de átomos forman alguna estructura que en nuestro orden mental entendemos como "cosa" y le damos un nombre para diferenciarla, miles de personas forman algo más grande, una entidad-colectiva.
Entendiéndolo así, nuestra existencia no sólo se puede limitar a los contornos de nuestro cuerpo ni a los alcances de nuestro pensamiento, sino que somos sólo una pequeña parte de algún órgano que conforma un gran sistema humano.
Esto es como lo dicen las corrientes herméticas: "Lo que es arriba, es abajo". Todo modelo de micro-sistema se repite hasta el infinito en un sistema mayor y mayor. De lo macro a lo microscópico y viceversa siempre se reproduce el mismo molde, eterno hacia ambos extremos.
Ahora, dejando de lado lo orgánico y carnal, nos encontramos con un alma colectiva, una supra-alma, un genio cuya finalidad es llevar a esta entidad corpórea por el camino de la subsistencia y la preservación de la especie. Es esta inconmensurable alma la que tiene un cuerpo y no al revés. Los cuerpos, las partículas se van, pero el alma, la identidad humana, se mantiene intacta y vigente a través de millones años.
Entendiéndolo así, nuestra existencia no sólo se puede limitar a los contornos de nuestro cuerpo ni a los alcances de nuestro pensamiento, sino que somos sólo una pequeña parte de algún órgano que conforma un gran sistema humano.
Esto es como lo dicen las corrientes herméticas: "Lo que es arriba, es abajo". Todo modelo de micro-sistema se repite hasta el infinito en un sistema mayor y mayor. De lo macro a lo microscópico y viceversa siempre se reproduce el mismo molde, eterno hacia ambos extremos.
Ahora, dejando de lado lo orgánico y carnal, nos encontramos con un alma colectiva, una supra-alma, un genio cuya finalidad es llevar a esta entidad corpórea por el camino de la subsistencia y la preservación de la especie. Es esta inconmensurable alma la que tiene un cuerpo y no al revés. Los cuerpos, las partículas se van, pero el alma, la identidad humana, se mantiene intacta y vigente a través de millones años.
Los
griegos en la antigüedad llamaron a esta sustancia espiritual el Daimon. Cada
persona tiene un Daimon que lo acompaña y lo comparte con el resto de sus congéneres durante toda su vida (Sócrates se defendía diciendo que el Daimon le decía qué hacer o no hacer). La única
intención de este ser colectivo es que alcancemos durante nuestra breve
permanencia planetaria la felicidad absoluta. Pero no una felicidad momentánea,
basada en un criterio de causa – efecto, sino que una felicidad permanente, una
“eudaimonia” como la llamó Aristóteles. Un estado constante de alegría solo por
el hecho de ser y existir.
Dicha eudaimonia sólo puede provenir desde el Daimon y no desde lo material, que sólo nos gratifica desde un contexto de causalidad. Pero el Daimon está enfermo. Y lo está porque
sus millones de partículas no escuchan a su genio interno y sólo son felices,
con sumo esfuerzo, cuando pueden tocar o ver las cosas, siempre bajo el lastre
de su sistema sensorial.
Yo mucho hablo, pero también al igual que ustedes tengo al Daimon
gritándole sin descanso a mi cuerpo que pare, que busque mi eudaimonia, que lo
escuche, que estoy agravando el cáncer de la humanidad y que estoy yo mismo
siendo una partícula cancerígena.
Así
que me propongo, que este será el último día de mi vida siendo sordo, porque le
prestaré atención a este tesoro, a este genio que me grita…
Escucharé
los consejos de mi Daimon, de nuestro Daimon...
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